Pieles
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Cuento
Pieles
Erick Granados Sánchez
Cambié mi cuerpo en el centro comercial. Mientras me arreglaba para el trabajo, noté en el espejo un rostro ajado: paño, cicatrices y arrugas, un semblante seco y envejecido. ¿En qué momento pasó? No podía verme así, ir a la oficina así. Torcí la boca y fruncí el ceño provocando más arrugas. Aparté la mirada. A tientas, retiré el espejo y tomé un cubrebocas del botiquín. Anoté en mi lista de compras: café, huevos, papel de baño… y otra piel.
Al terminar mi jornada, fui a la plaza. Recorrí los pasillos empujando el carrito. Eché el cereal, pastel, galletas, jugo. Al fondo, cubiertas en plástico transparente, pieles vacías colgaban en ganchos o reposaban dobladas en las repisas. Me acerqué a la percha de tubos y comencé a separarlas para verlas mejor. Vi una albina, pero ya había usado una así antes y tuve que cambiarla: me dificultaba la vista y a media jornada me dolían los ojos frente a la computadora. Tomé una pelirroja. Nunca había usado una. Tenía un lunar en el cuello y medía un metro con noventa; me obligaría a renovar mi guardarropa, ya que mi piel anterior era veinte centímetros más pequeña.
Tras sudar empujando el carrito hasta la caja y teclear la clave de mi tarjeta, corrí a los vestidores. Tiré mi piel y ropa viejas, y me puse las nuevas. Enjuagué mi nuevo rostro en el lavamanos. Por fin mostraba lo que soy y lo que tengo. Encontré en el espejo ojos verdes como los billetes y una piel blanca, tersa, que se asomaba entre un escote de telas finas.
Pensé «Al fin importo, vale mi existencia». ¿Qué clase de persona digna en este mundo carece de belleza o dinero? ¿Las estrellas de cine? ¿Los cantantes? ¿Futbolistas? Ellos tienen ambas y merecen toda la felicidad.
Salí del centro comercial y entré a la joyería. Me paseé frente a las vitrinas en busca de alhajas. Compré broches de oro blanco que resaltaban en mi nuevo yo, y una gargantilla con rubíes engastados.
Después de cobrarme, la tendera sacó su teléfono. Mientras cruzaba la puerta, la escuché decir:
—Alta, pelirroja; lleva broches y una gargantilla.
¿Impresionada? ¿Embelesada? ¿Cómo no iba a cautivarte si los rubíes combinan perfecto con mi cabello?
Cargué mis compras en la cajuela del coche. Al arrancar el motor, vi cómo la luz de otros faros se proyectaban contra un pilar al otro lado del estacionamiento. Conduje hasta mi casa y guardé parte de las compras.
Se fue la luz en la cuadra. Exhausta, me puse mi pijama de franela y me dispuse a dormir.
Antes del amanecer, desperté con el golpeteo acompasado de las puertas del armario contra la pared. Me levanté con los ojos entrecerrados para poner el seguro, pero al mirar alrededor, perdí el sueño. No había nada. Mi respiración se volvió superficial, entrecortada; mis piernas temblaban y el latido de mi corazón se aceleró, dejándome paralizada.
Caí de rodillas, víctima de mis propios temblores. Al voltear la mirada para evitar el armario vacío, noté que mi cartera, mi teléfono y el alhajero no estaban en la cómoda. Los cajones sobresalían abiertos y despejados. Bajé corriendo las escaleras. No estaba la televisión, las compras, los cubiertos de plata... Miré por la ventana y mi coche también faltaba.
La impotencia me recorrió como un escalofrío. Tomé una silla y la arrojé contra la pared. Con los ojos inundados de lágrimas, acepté mi derrota.
Surgió una comezón en mi cuello. Al rascarme sentí una punzada: me había lastimado. Fui al espejo del baño y descubrí que el lunar del cuello se había expandido: una mancha putrefacta y sanguinolenta. «Todo estará bien», me repetí. «Activaré una de las tarjetas de crédito. Comprar otra piel será suficiente».
Salí con la pijama puesta. No me quedaba nada más. Tomé el transporte público hasta el centro comercial y caminé directo al pasillo de las pieles. Esta vez no importaba cuál elegir. Agarré la primera que encontré: una de hombre, blanco, delgado, de un metro setenta.
Al llegar a la caja, pasé la piel y las prendas por la banda transportadora.
—¿Efectivo o tarjeta? —preguntó la cajera mascando chicle.
—Con tarjeta.
Inserte el plástico en la terminal y esperé.
—Su tarjeta fue rechazada. ¿Tiene otro método de pago? —Era casi mediodía.
—Lo siento. Iré al banco a resolverlo. —Dejé los productos y salí con las manos vacías.
En casa, frente al espejo del baño, vi que la mancha se había extendido: negra, pestilente, cubriendo el pómulo izquierdo, la mejilla, la comisura del labio, el cuello y parte del hombro. No era seguro permanecer en esta piel. No podía salir con esa cara podrida.
Tomé un cuchillo de sierra. Me quité la pijama y me recosté boca abajo en la alfombra. Entre gritos ahogados, rasgué mi piel blanca, atravesando grasa y músculo hasta llegar a la columna. Broté de la herida: un líquido negro y viscoso.
No merezco nada. Lo he perdido todo.
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