Las niñas

Cuento
Las niñas
Regina Koenig
A la niña la compró un domingo que bajó del cerro para hacer la despensa. Eugenia la miró sentadita en un viejo banco junto a un puesto, sola, como si se la hubieran olvidado, y no pudo resistirse a acercarse a verla, a su carita seria y las manos pequeñitas aferradas a su vestido polvoriento que parecía hecho a medida, como cosido al cuerpo. Pero no se atrevió a decirle nada, y se quedó ahí un buen rato, medio ida, con los ojos fijos en los ojos de ella.
Cuando volvió el mercante, al principio no quiso vendérsela. Tuvo que rogarle un buen rato y soltar hasta los últimos pesos que traía en la bolsa. Volvió a la casa con la niña apretada entre los brazos por miedo a que el viento se la llevara volando. Eugenia la cargó así todo el camino, despacio, cuidando de no romperla. No fue hasta que el sol se escondía que vio el sendero empedrado y las viejas paredes de adobe un poco más arriba. Y no sabía ella por qué, la inquietud que antes envolvía a la casa se fue perdiendo y de a poquito se le olvidó la tristeza que la agarró cuando Julián salió a la zafra y la dejó a ella con Catalina, solas. Pero ahora estaba la niña, y pensó en lo felices que serían las tres juntas, mientras esperaban que terminara diciembre y Julián volviera. Y pensaba todo esto cuando entró a la casa, pero se detuvo y acomodó a la niña en la silla junto a la ventana para que estuviera a gusto.
A Catalina la encontró en el cuarto donde se había quedado dormida mientras esperaba. No se aguantó y se apuró a despertarla.
—Tienes una hermanita —le había dicho Eugenia.
Todavía adormilada, se la llevó a la sala para presentarle a la niña, y en lugar de alegrarsea Catalina se le fue el color de la cara y pegó un grito ahogado. Eugenia tuvo que empujarla de regreso al cuarto para que no la espantara.
Al principio pensó que después de unos días a Catalina se le pasaría el berrinche, y dejaría de esconderse cada que podía. Pero como la niña se quedó callada, quietecita, le fue quitando importancia.
Los primeros intentos de acercamiento con la niña fueron torpes, porque Eugenia hacía mucho que no cuidaba a una criatura tan chiquita. Pero recordó que cuando Julián todavía estaba ahí y Catalina tenía unos pocos años, solían peinarla y vestirla como si fuera muñeca. Así que por las tardes comenzó a intentarlo, y sacaba un peine y algunos listones para cepillarle el cabello. Y se le ocurrió entonces que a la mejor a la niña no la alimentaban bien donde estaba antes, porque tenía el pelito reseco y al menor descuido se le quebraba. Pero a la niña igual no le molestaba: permanecía bien quieta, y la dejaba hacer sus cosas tan tranquila que parecía disfrutarlo.
Lo que sí fue un problema es que la piel se le llenaba de mugre. Eugenia no podía bañarla, porque la niña en eso sí era chiquiona y, cada vez que intentó limpiarla, se le rompía. Ya luego vino noviembre y el viento se volvió helado, así que dejó de insistir, y en una de las bajadas al mercado consiguió una brocha pequeñita para al menos tumbarle el polvo.
Cosas como esas se repitieron seguido. Cada nuevo viaje al pueblo, Eugenia encontraba la oportunidad para comprarle algo a la niña: unos zapatitos nuevos, listoncitos; lo que sí no le compró fue otro vestido, porque no importaba lo que hiciera, el viejo nunca pudo quitárselo. Pero aparte de eso, las dos se fueron entendiendo y los días se escurrían a chorros.
La que no se veía feliz era Catalina. Una noche Eugenia la instó a que saliera del cuarto para comer con ellas, y no habría aceptado si no la sacaba a empujones. Solo entonces se dio cuenta de que Catalina estaba cada vez más flaca, y se le figuró que hasta se le marcaban los huesos de la espalda. Pensó que la próxima vez que fuera al mercado le compraría unas palanquetas para que agarrara carnita, pero el plan se esfumó bien rápido cuando empezaron a caer las heladas y no hubo ya forma de bajar el cerro.
El viento ahora era seco, y apenas salir tantito le cuarteaba la piel y los labios se le abrían a rajas. Incluso dentro de la casa no se podían escapar del clima. En las noches más serenas el frío se colaba por las rendijas, y a mediados diciembre Eugenia tuvo que llevarse a Catalina y a la niña para acurrucarse en su cama y que no se les espantara el sueño.
A Catalina eso no le gustaba, se empujaba como podía para estar lejos de la niña. Pero cuando la calentura era ya muy fuerte se olvidó de hacerlo.
Los hombres volvieron de la zafra poco antes del año nuevo. Julián subió por el sendero hacia la casa, con el gabán bien agarrado. En el cuarto estaba Eugenia, sonriente, sentada junto a la cama con los dos pequeños bultos arropados con capas y capas.
—Mira, Julián —le dijo al verlo, con la voz apenas en un susurro—. Las niñas y yo te estuvimos esperando.
Las dos niñas yacían con sus cuerpecitos tiesos bajo las mantas. La luz de la ventana dibujaba sombras sobre la piel expuesta de ellas: una pálida y fría, la otra seca y rota, arrugada contra los huesos como la de una momia.
Comments