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El sueño de mi madre




Cuento

El sueño de mi madre

Bernardo Ochoa Gaxiola


Fue mi madre. Eso es, el problema siempre fue mi madre. Ella causó las risas de todo el pueblo, el que todos me creyeran un desgraciado. Fue ella la que me obligó a levantar mi propia mano. Todo por un robo de elotes.


Ese día lo recuerdo porque mi sudor apestaba. Ella llegó cargando un viejo costal y me ordenó que me hincara. Me gritó: «¡Pon tus manos en el suelo!». La tierra chillaba por la canícula. Mi madre sacó del costal una losa de hielo. La levantó y dejó que cayera sobre mi espalda. Lloré. La doña alzó la cabeza y dejó ver sus anchas caderas:


—Tu castigo es gatear desnudo con este hielo sobre la espalda. Te vas a ir por toda la principal, y si la tiras, ya verás.


Avancé hasta que el dolor se volvió más duro que el miedo que le tenía. Y mi madre:


—¡Apúrate, pinchi zambo! ¡Bruto! Te dije que sería la última vez. Muérete de vergüenza, desgraciado… ¡Mal hijo! Camina bien, pinchi Zambomóvil. A ver si así se te componen las patas. ¿Pa’ qué andas robando? Voy a traer el cable del tendedero. Si para entonces no llegas a la casa, te voy hacer correr a chicotazos.


—¡Espérate, amá! Mínimo no corras. ¡No, no! ¡Espérate!


Hacía un esfuerzo enorme por no chillar. Intenté murmurar mi odio, pero ahí estaban mis amigos.


—¡A la madre! ‘ira cabrón, ahí va el Zambomóvil. Bichi, el wey.


—¡Verga! ¡Bichi, bichi!


—¡Y ustedes, culeros! ¿Qué tanto secretean? Parecen viejas.


—De aquí se te ve que la tienes chica, wey.


—¡Cállate! Si ustedes también andaban en la robadera.


—Si no puedes correr, ¿pa’ que te pones bravo?


—¡Ayúdenme, no sean gachos!


—¡N’hombre!


Mi madre caminaba hacia nosotros y ellos se fueron alejando. Al verlos me invadió el recuerdo.


—¿Escuchaste…? —había preguntado Ángel.


Todos agachados en la milpa esperábamos el paso del tiempo. Un sonido invadió la siembra, y uno se consolaba al decir: «Es el eco». Su ingenuidad no fue de la gracia de nadie, porque los proyectiles de plomo hicieron chiflar el aire sobre nuestras cabezas.


A lo lejos, el dueño de la parcela se acercaba con la escopeta. Se detuvo, apuntó hacia nosotros y disparó. Los muchachos soltaron los sacos retacados de elotes y corrieron tumbándome al suelo. Al final, me vi abandonado y con la ocurrencia de escapar con los mentados elotes.

Tomé el costal abultado y me lo eché sobre los hombros. Corrí lo más rápido que pude. Pensé: «Llegando al vergel, puedo escaparme». Dejaría de ser la torta, y mis patas chuecas ya no serían la causa de mi vergüenza.

Un nuevo aire invadió mis pulmones. Otro sonido seco. Y ahí estaba, echado en el suelo, lleno de hoyos.


El hijo del dueño se acercó gritando:


—¡Mire, apá! ¡Es el pendejo del Zambomóvil!


—Oye, mínimo contéstame esto: ¿Cuánto me faltó para llegar al vergel?


Exhaló un largo “uy” y dijo:


—Falta un chingo.


Giré la cabeza y se me torcieron las tripas. Ahí, a menos de un metro, yacían los costales.


El recuerdo cesó mientras mi madre batía las caderas al son de sus zancadas. Avanzaba a pasos largos, gigantes, rápidos.


—¡Amá, no corras! ¡Te vas a caer! ¡Amá!


—¡Qué amá ni qué chingados! Aquí te voy a cambear.


—Se dice cambiar.


—¡Y me corriges! Uyuyuy, ¡con más ganas te voy a dar! Ahí va el primero. ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco…! Apúrate, que no me voy a parar. ¡Siete!


—¡Van seis!


—¡Y me sigues corrigiendo! ¡Síguele, pues!


—¡Vengan a ver a Doña Martina y al Zambomóvil!


—¡Doce!


—¡’tá desnudo!


—¡Dieciséis!


—¡Pa’que aprenda!


—¡Veinte!


—¿Por dónde anda?


—¡Treintaitrés!


—¡Tú solo sigue el camino de sangre!


—¡Cuarenta.


Hasta que al fin llegué a la casa. El portón de la entrada, con el que solía pegar mi cabeza, ahora me parecía gigante. Todo fue más grande ese día. El techo bajo era como la bóveda de una vieja iglesia, llena de crucifijos, de santos llorones y sangrantes. Pero solo yo tenía santidad en ese cuarto, solo yo sangraba, y solo yo no estaba llorando. Sorprendido me vi de esta verdad cuando mi madre empezó a decir entre sollozos:


—¿Tenías que salir igualito a él? No tienes nada mío. ¿Es que no te hierven las tripas cuando miras a tus amigos? Ellos en buen estado, derechitos. ¡Ni te inmutas cuando se burlan de tus patas! ¿Quién te va querer así? ¡Patizambo! Nadie. Todo porque te verán rengueando. Y no importa lo que yo te diga, no escuchas. ¡Haz caso, barbaján!


Mientras ella seguía tirando veneno, dejé caer la losa de hielo junto al catre. Observé el techo de concreto desnudo, luego la pared de ladrillos que se extendían como lengua de gato; volteé la cabeza y con las yemas de mis dedos comencé a acariciarlos. Rugosos, ásperos.


Mi madre me echó una mirada y escondí la vista. Ella fue a la cocina; su voz me llegó desde el otro lado.


—Tengo que componer algo que nació roto. Si no fuera por mí, estaría peor que su padre. Le dediqué todas mis fuerzas para arreglar lo que ya no tenía remedio. Le daba masajes todos los días a sus patas chuecas hasta que las manos se me acalambraron. Batí y busqué cuanta hierba encontraba, pero nunca vi cambio. Yo, que una vez fui famosa curandera... Y solo porque escogí un marido patichueco...


Soltó una carcajada estridente que duró hasta que de pronto se volvió un quejido.


Y aquí estoy, sosteniendo el sartén ensangrentado con el que le abrí los sesos. Ahora parece dormida. Quizá en su sueño soy un hombre esbelto, alto, fornido.


—Dime, madre, ¿qué haremos con todo esto?

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