Caída
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Cuento
Caída
Francisco Javier Benítez
A no sé cuántos pies del suelo, veo un alerón pasar frente a mi cara mientras revoleo sin control. Los nervios se me abren en canal. ¿La lluvia empezó a caer hacia arriba? No. Debo estar yendo en barrena. Atisbo una cruz de hierro ardiente que vuela como una exhalación, y no puedo hacer otra cosa más que sentirme satisfecho. Espero que ese hijo de puta también se muera.
No siento dolor. El cuerpo es sabio: una vez que tiene la certeza de que va a morir, se desactiva; te deja a solas con tus recuerdos, pulcros, como recién obtenidos, mientras te va apagando parte por parte con un creciente sopor. Primero son las manos y los pies, luego los brazos, las piernas, los hombros; después la espalda, la cadera, el pecho, el cuello y por último…
«¡Cubríos la cabeza!».
Oigo una voz lejana, pero el exterior ya no existe. Estoy dentro de mí mismo: acepto la paz de la muerte como paga por mis servicios.
«¡Cuerpo a tierra! ¡Cubríos la cabeza!», repite, esta vez más fuerte.
Tengo que bucear para encontrar el recuerdo. Me observo a mí mismo de niño, preocupado por un diente roto; luego el día de mi décimo cumpleaños, cuando mi padre me regaló su cuchillo de caza favorito; en la guerra, mato a mi primer hombre con ese mismo cuchillo.
«¡Cuerpo a tierra, imbécil!», escucho a quemarropa, justo después de que el teniente Henry me asperjara la cara con el ron que bebía.
Me tumbo y aovillo en el barro, apretando el casco contra mis sienes. Los ojos me escuecen como dos llagas arrancadas. Retumban las explosiones alrededor, y la metralla se esparce mortífera. Consigo salir ileso, pero me gano una diatriba del teniente.
No reconozco la fecha, ni siquiera la época del año. El frente siempre parece invierno, con los bosques calcinados y el humo y el polvo cubriendo cada rayo de luz.
En el siguiente recuerdo no estoy en el frente. Quizás sea en la primavera del año pasado, en alguno de los relevos. Hablo con mi amigo Thomas, y las lágrimas me asaltan en cascada. Hacía tiempo que no lo veía. Aun siendo una memoria, él reacciona a mis ojos conmovidos. ¿Son estos de verdad meros recuerdos?
Thomas es quien me habla de los más sensacionales pilotos del momento.
—¡Este Albert Ball se ve bastante prometedor! —dice señalando la foto en el periódico, sin soltar el cigarrillo—. Es increíble, no creo que pase de los veinte.
Me cuenta sobre un tal Ernst Udet. Aunque es del bando enemigo, a Thomas no parece importarle, y habla emocionado de las hazañas de ese hombre. ¿Habría reaccionado así al leer de Manfred von Richthofen y William Avery Bishop?
Escucho atentamente, mientras el coronel Siegfried empieza a mirarnos con una torva cara recubierta por hórridas infecciones. Lo ignoro porque estoy soñando, y Thomas me sigue la corriente porque es mi sueño.
Él siempre quiso pilotar un caza, pero al perder un brazo en la guerra le fue imposible. Me pide que me aliste para volar y que me convierta en un héroe, que cumpla su deseo. Sueños, deseos imposibles. Todo se resume a eso.
Despierto. Continúo cayendo.
¿Cuánto mierda dura un descenso en picado? El viento es molesto, tanto por la velocidad como por su heladizo zarpazo. Miro de reojo a mis piernas ensangrentadas, y luego a lo que creo que es arriba. El cielo está nublado y me vuelve a recordar a las trincheras, a Thomas.
—¿Un héroe, eh? —Creo que me convertí en lo contrario.
Imágenes de la guerra vuelven a saltar a mis ojos.
Me camuflo entre los montones de ceniza, arrastrándome hasta donde yacen mis compañeros. Antes de salir a rescatarlos, veo venir a un soldado alemán y me levanto para dispararle, pero mi rifle no funciona. Estoy seguro de que la realidad no fue así: aquel día maté a ese hombre. Pero en este sueño mi arma no dispara, y él no reacciona a mi presencia. Tira su fusil al suelo y se arrodilla ante Gordon, Thomas y William. Los dos primeros están muertos, y Will llora desconsolado. El soldado limpia su rostro con un paño y le venda las heridas.
Me quedo quieto. Al margen de la luz de la luna, observo como si no tuviera que ver conmigo. Escucho crujidos y las voces del resto de mi escuadrón que se acerca. Intento advertir al incauto soldado para que se marche, pero las palabras no salen. Cierro los ojos. Una mano se posa sobre mi hombro, sucia y fría como la de un cadáver. Los míos han llegado y, cuando vuelvo a mirar hacia el frente, el soldado ya está abatido sobre la ceniza.
Las siguientes batallas son más sangrientas. Ya no me importa nada en este mundo, todos pueden pudrirse. Yo el primero. Me corrompe el deseo de dejar de reptar como un gusano entre trincheras, levantarme, morir de una vez; pero sólo es un pensamiento impulsivo que oculto en el fondo de mi cabeza.
Sobrevivo a las trincheras, y tres meses después me aceptan en el cuerpo aéreo. Debe ser por mi locura: la desaparición de cualquier miedo o sentimiento de culpa. Paso medio año como piloto de reconocimiento. Los cazas se han convertido en mis presas.
Sé que es el final. La memoria me echa chispas y recuerdo a mis padres y hermanos, a la casa en la que crecí. Cruzo la puerta y reconozco el comedor, la cocina; cada mueble y cada baldosa. Desde las escaleras resuenan pasos acelerados, y viene a abrazarme una mujer que no conozco, pálida y delgada. ¿Pero encuentro en sus ojos los ojos de mi madre? ¿Son sus manos las que me arropaban de pequeño?
—Sabía que volverías… —dice. Llora por un rato sobre mi pecho y luego me mira de frente—. Tenía la esperanza de que podría verte otra vez.
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